Comimos juntos en familia el último día de enero y la niña sólo tenía ojos para la cámara y las almendras. Por la tarde salimos a pasear junto al mar, en una zona agreste llena de rocas, arbustos, piedras del barranco y una vieja estación de tren que parece abandonada pero donde los trenes siempre se detienen y hacen reverencia. Entre los matojos se llega a una zona elevada de piedra, y fue allí donde la niña tomó la cámara al fin porque quería hacer fotos a todos y el mar. Pasado el rato la observé concentrada, apuntando con el visor a una escollera lejana, en esa hora del atardecer en que todo parece estar más lejos y se empiezan a encender las luces artificiales.
“Quiero la escollera pero no quiero las luces de las casas”. “Y quiero el faro”.
Al final de la escollera, de la estrecha lengua de tierra del pequeño puerto, había un faro cuya luz se iluminaba de repente un instante y luego pasaban unos segundos incontables hasta que brillaba la luz de nuevo. La niña disparó la cámara numerosas veces, intentando hacer coincidir el ‘click’ con la luz del faro. En el visor comprobaba que no aparecía la intermitente luz.
“Es muy difícil”. Mientras no dejaba de hacer fotos al faro, como a todos y el mar.
Sí, es muy difícil. Yo lo intento todos los días. Y no hay forma. Pero la gracia está en disparar. Y el misterio en la luz que parpadea. Cuando huye pero viene.
(c) Fernando Garcín
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